domingo, 15 de mayo de 2011

Roberta

Foto: Sebastian Miquel


Roberta

Una perra llamada Roberta lame las migas en el piso y se tiende. Roberta sólo conoce unas calles polvorientas arriba de un cerro en la patagonia. Sabe de las horas a través del cuerno que llama al ganado por las tardes. Por los cerezos y arándanos conoce la abstracción del tiempo y las estaciones por las nieves que dan vuelta la página de los años.

Aprendió por ella misma, en cambio, a vivir sin demarcaciones con las liebres, la vaca mugiente, los álamos y las ovejas.

Roberta no conoce las hormigas, pero si los teros duplicados y gritones; a los notros que afilan el pico al viento y a los cipreses que inundan las piedras.

Ella se tira suelta de cuerpo entre las rosas, las lavandas y le crecen más los pelos y las pulgas.

Le muestro a Roberta la foto de un hombre sin techo en medio de una gran ciudad y ella se pone de pie y mueve la cola y me mira.

Acabo de lastimarla. Acabo de decolorar el jardín sin límites de Roberta. Y todo lo que ella creía que era el mundo.

Acabo de mancharle el reino.

Me mira triste. Le dolió. Le duelo.

Su piedad puede transformarse en rencor. Y antes que parasite, ella se va, silenciosa, opaca, a vigilar que las abejas continúen sobre los frutos. Que los patos continúen con su ruidoso tacón sobre la tierra.

Y salte la gota niña de la cereza, salte de luz recién llovida, a alimentar los tréboles.

Maria Julia Magistratti


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